Los Magos

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Eran más de las doce de la noche en la ciudad. Las calles no estaban completamente vacías, pero en el centro, entre los altos rascacielos futuristas y las viejas sedes de los bancos, no había rastro de las personas que trabajaban de día. Todos habían vuelto a sus casas, excepto un individuo que se disponía a hacerlo en aquél momento. Su nombre era Pedro, y era un mago.

Pedro, como muchos otros días, había pasado demasiado tiempo en el trabajo, y no por voluntad ajena. A diferencia de otros días, no se culpaba de la tardanza. El motivo por el que había hecho horas extras, y había tenido que dar explicaciones al director, y se había jugado una parte importante de su carrera sin una buena razón, tenía nombre y apellidos: Mateo Herón-Santos, el estúpido señor Herón-Santos.

Pedro era una persona tranquila, pero aquella noche no podía evitar andar más rápido de lo normal. y apretar con fuerza su maletín, aunque no se diera cuenta. Todo en lo que podía pensar era en el señor Herón-Santos, el estúpido y retorcido señor Herón-Santos. Se dió cuenta de que le odiaba como nunca había odiado a nadie antes. Santos es todo lo que más detesta; es impráctico, incansable, imbécil y testarudo. Si tan solo no hubiera tenido la mala suerte de haberse cruzado con él...

Pero no había nada que hacer. Santos estaba a su cargo, y eso quería decir que cada vez que la cagaba, le tocaba a Pedro limpiar el marrón.

En apariencia Santos y Pedro no eran tan distintos. Ambos eran hombres blancos, con voz profunda y mirada oscura, el porte erguido y alto y más contenido del estrictamente necesario. Sin embargo, por dentro eran personas totalmente distintas. Santos era un maestro en el arte de relegar responsabilidades; nadie le había visto jamás reconocer que la culpa era suya, y lo peor era que lo hacía sin ningún reparo. Pedro, en cambio, nunca tenía la conciencia tranquila. Después de todo, ¿cómo podría tenerla?

Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando notó un tirón en el brazo, y al girarse vió a un tipo marcharse corriendo con su maletín bajo el suyo. Trató de seguirlo, pero el ladrón era más rápido, y le perdió en seguida.

Mientras recuperaba el aliento, Pedro se maldijo en voz alta. Típico de él, distraerse en sus pensamientos, y olvidarse de que estaba caminando de noche en la ciudad. Le estaba bien empleado. No, no se lo merecía, él nunca había hecho daño a nadie.

Pedro comenzó a llorar de rabia, la sintió crecer y crecer en su interior, sin poder contenerla, como un globo hinchándose en su cráneo, que inundaba sus sentidos, y finalmente, cuando había colmado su cerebro por completo, se produjo la explosión.

No se dió cuenta inmediatamente de lo que había pasado, pero al encontrarse tendido en el suelo y notar el olor a chamusquina, sus peores temores se confirmaron. Alzó la vista y lo encontró: había sido en uno de los edificios nuevos, en la tercera planta, justo encima de él.

Las llamas ya empezaban a adivinarse entre el humo, y la policía llegaría en seguida. Tenía que largarse de allí. Consideró por un minuto llamarles él mismo; si no lo hacía y alguien le había visto, sería bastante sospechoso. Pero era demasiado arriesgado. Le interrogarían de todas formas, y si eso sucedía lo descubrirían tarde o temprano. Y entonces estaría perdido. Pedro optó por echar a correr, lo más rápido posible, tan lejos como pudiera.

Pedro había descubierto su pequeña habilidad mucho antes que la mayoría, cuando los magos sólo eran charlatanes que engañaban a la gente para entretenerla. Parecía un tanto estúpido que se divirtieran de ese modo, pero aquellos eran otros tiempos. Pedro había crecido en una familia religiosa, y todos los domingos sus padres acudían a la iglesia. Aunque Pedro no heredó su devoción, de niño ir a misa era una costumbre tan arraigada en él que nunca se le había ocurrido dejar de hacerlo. Despertarse temprano, vestirse con lo que sus padres llamaban ropa elegante, y saludar, uno por uno, a todos los miembros de la familia, era un ritual que siempre había hecho y seguiría haciendo, tan inevitable como la salida del sol.

Por entonces, los domingos por la tarde echaban por televisión “El gato con botas”, y Pedro nunca se lo perdía. Aquél gato hacía reír, y a veces asustaba, pero siempre le dejaba deseoso de ver el siguiente programa. Un día, la emisión cambió de horario, y, hasta el último momento, Pedro no cayó en la cuenta de que si iba a la iglesia no podría verlo. Aquél domingo, a pesar de suplicar y suplicar como sólo un niño sabe hacerlo, no se salió con la suya. Y todas las pequeñas cosas en las que nunca había reparado le inspiraron un profundo odio. No soportaba tener que ponerse ese estúpido trajecito a cuadros, ni quería quedarse sentado una hora sin hacer nada. Y le fastidiaba tener que besar a los parientes que apenas conocía.

Lo único que pensaba mientras se preparaba para irse era que ojalá algo les impidiera llegar, ojalá las carreteras estuvieran cortadas, o la iglesia se hubiera derrumbado. Pero sabía que eso no iba a pasar, y sintió rabia, más rabia de la que podía aguantar. La sintió crecer en su cabeza, como una bola de nieve rodando ladera abajo, creciendo hasta que nada pudiera pararla, y entonces, ¡pum!

-¡Vaya, hombre! ¡Pero si se ha soltado el ascensor!

-¡Pero qué dices, Julián! Eso habrá sido el motor, que se ha parado. Llamaré al servicio técnico.

Al principio Pedro experimentó una extraña sensación de placer, en especial cuando sus padres se dieron cuenta de que no llegarían a tiempo a la misa y se resignaron a faltar por un día. Pero después, cuando pasaron las horas sin que llegara ayuda, y el ascensor empezó a oler a quemado, se sintió culpable. Sabía que lo que había pasado, fuese lo que fuese, lo había hecho él, y se prometió que nunca volvería a tener malos deseos.

El incidente se olvidó en seguida, y Pedrito siguió yendo a misa todos los domingos. De hecho, años después se sorprendió de que nadie se lo recriminara.

Pero él jamás lo olvidaría, incluso cuando se convenció de que sólo había sido una coincidencia. Siempre recordaría la imagen del ascensor cuando lograron sacarles, carbonizado y derretido por fuera y lleno de humo por dentro. Los técnicos no lograron averiguar por qué el motor había estallado en llamas de repente, pero no era su trabajo hacerlo.

-Encargaremos uno nuevo. -dijeron. -Éste está embrujado.

Cuando estuvo suficientemente lejos del incendio, Pedro se dió cuenta de que su cartera y las llaves de su casa las llevaba en el maletín. No podía llamar a un cerrajero, porque la seguridad de su edificio era electrónica, así que tendría que esperar al día siguiente para conseguir una llave nueva.

Como no tenía familia en la ciudad, sólo se le ocurrió un lugar al que ir. Andrea y él no estaban juntos desde hacía mucho tiempo, pero recordaba que solía dejar una copia de la llave fuera, escondida en un de los tiestos de la entrada. El sitio no estaba lejos. Al llegar, Pedro encontró la llave en su sitio habitual, y, después de dudar un momento, entró en el bloque.

Como esperaba, Andrea no estaba en casa. Probablemente estuviera trabajando; cuando la conocía, solía hacer largos turnos de noche. Pero había dejado la televisión encendida, y Pedro, anticipando lo que iba a suceder, se sentó a verla. No tuvo que esperar demasiado.

-Interrumpimos este programa para darles noticias de última hora sobre el incendio que se ha detectado hace apenas media hora, en la calle Rosario número 15. El fuego no está controlado aún, así que si se encuentra en esa zona o conoce a alguien que lo esté, se recomienda que abandonen sus casas de inmediato.

Las llamas eran mucho más altas que cuando Pedro las había visto en persona. Seguramente el edificio era de esos nuevos, de madera, y no podrían hacer nada para apagarlo. ¿Cuanta gente podría haber dentro? Era casi la una: la mayoría debía de seguir durmiendo.

-Nos confirman que, según la policía, el origen del fuego aún se desconoce. En principio se trataría de un accidente, pero no se descarta que se haya producido por causas humanas.

Entonces llegó Andrea. No pareció muy sorprendida de verle allí; hizo alguna pregunta, pero no porque le interesara la respuesta.

-Es igual, yo tengo que volver al trabajo. Estamos muy ocupados esta noche, con esto del incendio. Te has enterado de lo del incendio, ¿no?

Pedro se limitó a asentir y señaló a la televisión. En ese momento acababan de cambiar la secuencia grabada por imágenes en directo desde un helicóptero.

-Nada, eso no lo apagan hasta mañana por lo menos. No sé ni para qué lo intentan; si quedaba alguien dentro ya estará muerto.

Parecía que así fuera: el fuego había llegado a todos los pisos y no tenía intención de menguar. Pero aún así no se esperaba lo que iba a suceder, ni siquiera cuando unas vigas del piso inferior se soltaron aquí y allá, incluso cuando el edificio dió la impresión de inclinarse un poco. Luego vino un ruido como de papel rasgándose, pero más grave, y en un abrir y cerrar de ojos todo se desplomó como un castillo de naipes ardiendo. Hubo un momento de silencio en televisión antes de que pusieran una repetición. Esta vez no sólo se veía de lejos, sino también cómo los escombros sepultaban a los coches de bomberos que había en la calle.

-¡Madre mía! ¿Has visto eso? -Andrea no se molestó en disimular la risa. Siempre había sido muy morbosa. -Ahora puede que el fuego se extienda, y a ver quién para eso.

Pedro, por su parte, se echó a llorar en silencio.

-Eh, eh, ¿qué te pasa? ¿Conoces a alguien que viva allí? Venga hombre, seguro que han salido cuando empezó...

-¡No, no! ¡Es por mí! ¿No lo entiendes? ¡He sido yo, es culpa mía!

-¿Qué, el incendio? Vamos, anda, no digas tonterías.

-Es culpa mía, ¡es todo culpa mía!

Pedro no podía controlarse, y sus sollozos ya no mostraban ni un poco de dignidad. Durante su vida había causado muchos accidentes, algunos más serios que otros, pero nunca había matado nadie. Y ahora estaba en las noticias. Había pasado los años temiendo que algún día las cosas se le irían de las manos, y al final ese día había llegado. Y la culpa que sentía en aquél momento, alimentada por los catastróficos vídeos que la televisión no se cansaba de repetir, fué lo que permitió que sucedieran los siguientes acontecimientos.

-Venga, Pedro, cálmate un poco. Yo no puedo quedarme contigo, pero te puedo llevar a casa de unos amigos, que está cerca de la tuya. Venga, levántate.

Andrea apagó el televisor. No le creía una palabra, pensó Pedro, pero no le importaba que le tomara por loco. En realidad, no le importaba nada. Se negó a levantarse. Andrea insistió, y le sacó del sofá a rastras; apenas puso resistencia.

Salieron del piso y subieron al coche de ella. Pedro puso la radio en seguida. Si conocía a los que redactaban los informativos, o sabían ya el número de muertes o se lo inventarían. En efecto, las muertes que se conocían eran veintiuna, la mayor parte bomberos y policías que habían perecido bajo los escombros al derrumbarse el bloque.

-Culpa suya. Se tendrían que haber figurado que se podía venir todo abajo.

-Culpa mía.

-¡Venga, por dios! ¡Pero cómo vas a prender tú un fuego ahí, si no puedes ni entrar al edificio!

Y le dijo la verdad, toda la verdad. Al principio Andrea se siguió burlando de él, pero no dejó de escucharle en ningún momento. Pedro relató, uno por uno, los pequeños episodios de su vida que, hasta entonces, no le había contado a nadie. Y con cada detalle que oía, Andrea parecía un poco menos habladora y otro tanto más inquieta.

Cuando terminó, los dos se quedaron en silencio, los dos pensando (o eso suponía Pedro) en el pasado. Y entonces se dió cuenta de que estaban muy lejos de su casa, y no parecían estar acercándose. Y por tercera vez en aquella noche, Pedro se maldijo por no pensar más cuidadosamente en las consecuencias de lo que hacía. Después de todo, Andrea seguía siendo policía.

El asunto de los magos comenzó de la noche a la mañana, y nadie lo vió venir. Un buen día, los medios anunciaron que unas investigaciones acerca de los supuestos "poderes" de un grupo de niños había dado, por sorprendente que pareciera, resultado positivo. Los científicos fueron entrevistados, y los vídeos de los niños haciendo diversos trucos se hicieron virales.

-“Por supuesto, estos fenómenos no son, eh, simplemente magia”- dijo un experto en la tele-“sino que se trata de neurotransmutación psicoimplícita telegenerada.”

Gracias a esa ocurrencia, todos empezaron a llamar magia a las "habilidades" de esa índole. Y a los que las poseían, magos.

El día que esto sucedió, la madre de Pedro apagó la televisión y dijo:

-Es que, de verdad, ya no saben qué inventarse los idiotas estos para que les hagan algo de caso.

-Nada, nada, estos dentro de una semana ya se habrán olvidado de todo. Magia. ¡Parece que sea esto la Edad Media!

Pero no sólo no se olvidaron de ello, sino que los magos pasaron a convertirse en una moda omnipresente. Se hicieron camisetas, pegatinas, sudaderas, fundas para móviles, y todo lo que la gente estuviera dispuesta a comprar, que resultó ser una cantidad sorprendente de cosas.

Internet se llenó de páginas como "los cinco signos de que puedes ser un mago" y aquellos a quienes les gustaba dar su opinión sin que se la pidieran no hablaron de otra cosa. Alguien registró el dominio magos.com y se lo vendió por una suma importante a un fondo de inversión, que lo revendió por el doble. En resumidas cuentas, la gente demostró cuanto ama el ser humano los cambios, cuando sólo son una idea. Y al fin y al cabo, ¿cómo podían odiarlos? El mundo no había visto a ningún tertuliano insultando a los magos en televisión. Y, en una época en la que la ciencia había desprovisto al ser humano de toda incertidumbre (al menos si éste tenía conexión a internet), nada era más satisfactorio que ver a los científicos sorprendidos para variar.

Por supuesto, la estupefacción no duró para siempre, y los científicos se dispusieron a enterrar el entusiasmo inicial bajo una montaña de datos: los magos eran una fracción ridícula de la población, menor que una diezmilésima, y aparecían con más frecuencia entre los jóvenes y los niños. En cambio estaban distribuidos proporcionalmente según género, geografía y clase social.

En cuanto al funcionamiento de la "magia", nadie parecía estar seguro. Además de las habilidades más comunes, como levitación de objetos pequeños o telepatía, había una lista interminable de facultades infrecuentes que no podían explicarse en conjunto. Además, pocas de éstas personas tenían control sobre sus habilidades, lo que hacía fácil demostrar si alguien era mago, pero muy difícil descartarlo.

-“Cualquiera puede ser un mago. Usted puede ser un mago.”

También se descubrió en seguida que el cerebro de los magos tenía algo que ver con su condición. Existían unos gorritos ridículos forrados de aluminio (de los que se vendió una cantidad igualmente ridícula) que al ponérselo privaban al mago de sus dones particulares. Aparte de esto, todo lo que se conocía eran teorías y conjeturas sin demasiado fundamento.

En la práctica, la magia no podía tener efectos importantes sobre la vida cotidiana de la gente. Su minúscula demografía y la imposibilidad de controlarla echaron por tierra cualquier aplicación práctica. Pero como símbolo era inmejorable, aunque nadie supiera muy bien qué representara.

Pedro, que por entonces aún no sabía que era uno de ellos, veía la nueva moda con algo de recelo. Y es que, en un alarde de visión comercial, la cadena que emitía "El gato con botas" había decidido reemplazarlo por una franquicia más moderna: "Juaquines el mago".

Pedro se prometió que no vería ni uno sólo de los nuevos capítulos, pero al fin y al cabo era un niño. Vió el primero, y la costumbre de ver la televisión por las tarde hizo el resto. Pedro ya se había acostumbrado a sorprenderse, y apenas notó el cambio en su rutina. Igual que todos los demás.

El edificio en el que se paró el coche no era una comisaría. Era grande, viejo y gris, y parecía vacío, pues ninguna de sus ventanas estaba iluminada. Pedro lo recordaba de algo, no sabía de qué, pero sí sabía que era un edificio oficial, y seguramente dependía de algún ministerio. Andrea y él bajaron del vehículo y ella le dijo:

-Vale. No quiero tener problemas por esto, así que más te vale convencerme de que lo entiendes todo. Desde el momento en el que entres por esa puerta, no hablarás con nadie si no es necesario. Me seguirás la corriente todo el rato, y nunca, nunca, nunca, nunca llamarás la atención de nadie.

-Pero...

-Repite lo que he dicho.

-No puedo hablar con nadie, te sigo la corriente, y...¿nada de llamar la atención?

-Eso es, y si te preguntan específicamente quién eres y por qué no te conocen, ¿qué les dirás?

-Sí, ¿qué les diré?

-Hum... les dirás que eres de la pasma: esos nunca se enteran de nada.

-Pero si tú eres policía.

-No exactamente.

-¿Y eso?- Andrea no respondió.

-Repítelo otra vez.

Pedro obedeció, pero desconfiaba cada vez más.

-¿Qué pasa si no hago todo eso?

-Nada bueno.

-Y, ¿qué pasa si no entro?

Habían llegado a la entrada del edificio, donde tampoco había ninguna luz, y Pedro dudaba de que fuese buena idea seguir. Se había hecho a la idea de responder por sus crímenes, pero aquél lugar no parecía seguro, no parecía... legal.

-Supongo que tienes dos opciones. Puedes elegir largarte de aquí y encontrar algún sitio donde pasar la noche. Mañana seguramente todo seguirá como hasta ahora para ti. O puedes entrar y enfrentarte a la realidad, que seguramente no te guste, pero a la larga, no deja de ser inevitable.

Pedro no tenía la más remota idea de lo que estaba pasando, y no se decidía. Permaneció en silencio un rato antes de formular una pregunta estúpida.

-¿Puedo elegir?

-De hecho, ahora que lo preguntas, no.

Y sin más preámbulos, se lo llevó dentro. Aunque el interior estaba desierto, las luces seguían encendidas por algún motivo. Nada más entrar se toparon con una señora algo mayor, rechoncha y gritona.

-¡Pérez! ¡Llega usted pronto!

-Me figuré que, ya sabe, con lo que ha pasado, habría más que hacer esta noche.

-Entonces se ha enterado, ¿no? Un fastidio, pero qué se le va a hacer. Los de la policía están abajo, así que puede empezar ahora mismo... -de pronto reparó en Pedro- ¿Y éste quién es?

-Es comisario de la policía; por lo visto quieren tener a alguien aquí. Creo que los del tribunal se lo habrán comentado ya; eso sí, sólo será por hoy.

Después lo presentó formalmente, con un nombre inventado. La mujer pareció contrariada pero no dió muestras de incredulidad.

-Torque, Anastasia Torque. Es un gusto conocerle.

Y se marchó con prisas, como había llegado.

-¿Quién era?

-La señora Torque... digamos que tiene un cargo no oficial pero importante. Es la primera que llega y la última que se va. Hubiera preferido que no te hubiera visto tan pronto, pero qué más da.

A Pedro no le gustó esa respuesta. No sabía qué hacía nadie en aquél lugar, y menos él mismo. Era evidente por lo que había oído que era una especie de juzgado, pero no sabía que funcionaran de noche. Y casi prefería estar detenido a hacerse pasar por policía.

Llegaron a otro vestíbulo que daba al exterior. En él se hallaban tres o cuatro policías de verdad en uniforme, esperando de pie, y, sentados en el suelo, treinta o cuarenta personas esposadas de pies y manos.

Uno de los policías se dirigió a Andrea, y sin mucho entusiasmo le hizo firmar un par de papeles. A Pedro los policías en general le ponían nervioso, y en esas circunstancias más, pero por suerte aún llevaba el atuendo del trabajo. Pocas cosas eran tan efectivas con ellos como una corbata y un traje: ni siquiera lo miraron.

Se llevaron a los detenidos al sótano, y los fueron metiendo en habitaciones de todo tipo. Ninguna estaba pensada para mantener a alguien dentro, así que les inyectaron suero del sueño.

Cuando estuvieron todos dormidos, los policías se fueron, y entonces la señora de antes volvió a aparecer, voceando más incluso que antes.

-¡Pérez! Pero, ¿qué hace todavía aquí? ¡Estamos a punto de empezar!

-¿Ya? Pero si todavía es...

-¡La una y media! Lo han adelantado, qué le parece. ¡Y usted! ¡Comisario comosellame! ¿Qué hace que no está en la sala de pleitos?

-Precisamente, estaba a punto de ir. Eh, ¿dónde está?

Renegando con la cabeza, Torque le indicó con un gesto que la siguiera, y le condujo hasta el lugar.

-Pase, pase, señor comisario, siéntese. Estoy segura de que no lamentará haber venido.

Cuando Pedro entró al instituto, ninguno de sus profesores era tan odiado por sus alumnos como el de química. El individuo en cuestión enseñaba a base de memorización victoriana y no era precisamente generoso en los exámenes. Pero su mala fama se le había ganado porque tenía la odiosa costumbre de meterse con un único alumno durante toda la clase, insultándole y humillándolo solamente a él o a ella. De esta forma ningún otro se atrevía a abrir la boca, y el profesor rara vez era interrumpido.

El año que le dió clase a Pedro, su peculiar estilo no se hizo esperar, y la tercera clase decidió tomarla con una de las alumnas que se pasaba las clases hablando en la última fila.

-Además de una impertinencia, que no voy a tolerar en mi clase, es una falta de respeto hacia todos sus compañeros, que sí que tienen interés en la lección. ¡No se ría, señor Méndez! Y además es usted reincidente, ¿verdad? ¿Cómo? ¿Qué "sólo" estaba hablando?

El profesor hizo una pausa para sonreír con desdén.

-Que esté usted hablando es lo de menos. Lo que está en cuestión aquí es es algo mucho más importante. Usted no sólo ignora las reglas, sino que las desprecia. ¡Usted escupe en las reglas! ¿Y cree que eso se puede tolerar? ¿Qué cree que pensarían sus compañeros si vieran semejante desafío a la autoridad permanecer impune?

-No, no se trata de usted. No se trata de este incidente. Y por eso no se irá de esta clase sin pagar por lo que ha hecho. Va a ir a jefatura a por un parte, y tenga claro que esto constará en su expediente.

Era un castigo desproporcionado, incluso para la fama del profesor. La clase contuvo la respiración y la chica intentó protestar, pero fué inútil.

-Antes ha interrumpido la clase, y, no contenta con eso, ahora sigue haciéndonos perder el tiempo. ¿Tiene algo contra la química o es que es meramente idiota? ¡No, no hay peros! ¡A jefatura! ¡Ahora! ¿O es que también tiene ganas de llevarse unos días de expulsión?

El profesor siguió increpando e insultando, pero Pedro ya no prestaba atención a lo que decía. La mera idea de que iba a tener que ver a este personaje todos los días, todas las semanas durante un año entero, le llenaba de rabia, una rabia pesada, inaguantable, como una pesa colgada de una fina goma elástica, que se tensaba y se estiraba más y más hasta que...

-¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro! ¡Socorro!

En efecto, el profesor, o para ser más precisos, su chaqueta, había prendido fuego por la parte de atrás. Después de intentar apagárselo a base de movimientos y sacudidas carentes de toda dignidad, y sin lograrlo, salió a toda velocidad hacia el lavabo.

En seguida, alguien sacó la conclusión más obvia, y, de un momento a otro, toda la clase aplaudía a la chica, que, según parecía, había prendido fuego al profesor de química.

-¡Pero si no he sido yo! Ha sido culpa suya, que se ha quedado parado justo delante de la lámpara esa. Es de incandescencia, y seguro que ha calentado al señor Regüelos hasta que se ha quemado. ¡Que yo no he sido, gilipollas!

-¡Usted!

El profesor había conseguido extinguir el fuego, y estaba de vuelta, empapado y sólo ligeramente chamuscado.

-¡Señor Regüelos, verá, es que la lámpara...!

-¡Eso se lo explicará al director!

El director resultó ser un hombre comprensible, y después de hacer a la alumna pedir disculpas, se desentendió del asunto, que todos olvidaron en seguida. Pero gracias a aquél accidente, Pedro recordó algo similar que había pasado con un ascensor cuando era pequeño, y comprendió por primera vez lo que significaba. Sin embargo, no se lo desveló a nadie. Habría tenido que explicar cómo lo había averiguado, y además no le gustaba que le tratasen de forma diferente.

Por otra parte, ya habían pasado varios años desde que los magos aparecieron por primera vez en los medios, y el entusiasmo inicial había dejado paso a un respeto incómodo.

-“Si algo caracteriza al ser humano es su capacidad de adaptación. Es cierto que nadie sabe cómo funciona la magia, pero lo mismo sucede con los aviones, los ordenadores e internet, y a nadie le quitan el sueño ninguna de estas cosas.”

No obstante, algunos grupos se habían puesto en contra de los magos. Los habían insultado en las tertulias de televisión, y la iglesia había mirado para otro lado cuando algunos sacerdotes compararon a los magos con demonios con los que dios castigaba a los pecadores. Por supuesto, la influencia de esta idea era pequeña, pero crecía poco a poco.

-“Todos los cambios de mentalidad en nuestra época se han basado en la idea de igualdad. Nobles y plebeyos, ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales: se nos ha dicho que en el fondo, todos somos iguales. Y ahora, de la nada, aparecen los magos para desafiar a esa igualdad. Es normal que la gente se replantee las cosas. ¿O acaso alguien piensa que nada ha cambiado?”

La sala de juicios era sorprendentemente grande para la poca gente que albergaba. La mayor parte del espacio lo ocupaba una larga hilera de bancos de madera, que le daba al lugar un aire de iglesia. Sin embargo, la parte que le correspondría al altar era muy distinta.

A un lado había no uno sino tres estrados, ocupados por tres individuos muy distintos. Uno era un cura de avanzada edad, que no daba muestras de vida salvo por una leve mueca de desagrado. Otro vestía un traje azul con corbata a juego, no muy distinto del que llevaba Pedro. Debía tratarse de un ejecutivo de alguna empresa, quizás un bufete de abogados. Parecía inquieto y ansioso por terminar y marcharse, y no dejaba de mirar su reloj. Y el tercero era el más extraño de todos. Llevaba ropa formal, pero no traje. No era muy alto, ni muy bajo, ni flaco ni gordo: su edad era difícil de adivinar, y todo en él resultaba anodino. Si no fuera por que estaba presidiendo el tribunal, se dijo Pedro, ni siquiera habría reparado en su presencia.

En el otro lado, el que quedaba más próximo a la puerta, había una máquina que Pedro jamás había visto antes. Era muy grande, como cinco personas, en su mayor parte metálica, y sus innumerables piezas parecían pelearse entre ellas más que colaborar, como si las hubieran atado con esa maraña de cables y tubos hasta que no hubieran podido separarse.

Torque le indicó a Pedro que se sentara en uno de los bancos, y aunque todos estaban prácticamente vacíos procuró sentarse lejos de la primera fila, donde podría observar a los demás asistentes. Varias personas con bata de laboratorio, algunas sentados y otras trajinando con la máquina. Una señora mayor con una máquina de escribir en el regazo, que copiaría todo lo que se dijera en el juicio. Dos tipos cuchicheando mientras compartían un cigarrillo. Y sentado al fondo de la sala de juicios, alguien estaba dormitando con un sombrero tapándole el rostro.

Todos estaban esperando a Torque, que anunció que no vendría nadie más, y preguntó si podían empezar. Uno con bata dijo que sí, y se sentaron.

-Da comienzo la sesión del seis de agosto. Comenzaremos antes de lo habitual debido a que un incendio en la calle Rosario ha elevado el número de acusados por brujería. En total, hoy se tramitarán 18 cargos civiles y 26 de brujería. El tribunal de interpeladores lo componen el padre Benito Sauce, el señor Pere García y el señor Lorenzo Veloz. Comparece en primer lugar María Dedal Andrés, acusada de hurto.

La puerta volvió a abrirse, y dos tipos arrastraron a la acusada hasta la máquina y la sujetaron con correas a ella. Aún estaba bajo los efectos del suero, y ni siquiera era capaz de tenerse en pie.

-Buenas noches.- el cura no esperó a que se despertara completamente. -¿Sabe por qué está ante este tribunal?

-Eh... no, no sé... ¿es por el...? No, no lo sé...

-¿Recuerda lo que hizo a las once de hoy en los almacenes Mercaplus?

-Eso no... ya lo devolví, me hicieron devolverlo... todo y... por favor, yo...

El tercer interpelador intervino:

-¿Confiesa haber robado en los almacenes Mercaplus?

-Yo, yo... yo sólo los cogí porque tenía hambre, tenía mucha hambre...

-La acusada es culpable. Propongo aplicar la pena estándar para hurto confesado.

-Sí. -dijo el cura.

-Sí. -dijo el del traje.

-La acusada es condenada por piel, sesenta por ciento.

Uno de los tipos con bata se acercó entonces hasta la máquina y la puso en marcha. Todo el aparato se movió al mismo tiempo, tragándose a María Dedal y encerrándola en una especie de sarcófago de plástico, que se llenó de vapor hasta que no se distinguía nada en su interior. Al cabo de un minuto, el sarcófago se abrió de nuevo, y la acusada reapareció, aunque algo había cambiado en ella.

Al principio Pedro pensó que era por el calor del humo, que la piel se le había quemado. Pero su tez no era más roja, sino más oscura, como si hubiera estado un mes en la playa, y si los ojos no le mentían, seguía oscureciendo mientras los escoltas la desataron y se la llevaron.

Cuando se fueron, era difícil creer que la María Dedal que había entrado en la sala y la que había salido eran la misma persona. Y Pedro comprendió qué significaba la condena.

Poco después de la reveladora clase de química se produjo el primer accidente, en una refinería de gasolina. El mago confesó inmediatamente, y después de un controvertido juicio, fué condenado por homicidio múltiple a varios años de cárcel. Hasta entonces había existido un debate tácito sobre si los magos eran responsables de sus acciones, pero terminó para siempre cuando las víctimas hablaron en los medios.

El segundo tuvo lugar en una firma importante, cuando una gran cantidad de documentos comprometedores salieron a la luz. Una de las empleadas, después de recibir alguna que otra amenaza, dijo que había obtenido acceso a los papeles porque le había leído la mente a sus superiores. Hubo algunos más, pero en poco tiempo dejaron de ser noticias aisladas y pasaron a formar parte de la crónica de sucesos. La gente ya no pensaba en ellos por separado, sino como parte de una categoría, "los accidentes".

Aparte de inspirar algunas series policiales, estos accidentes no tuvieron mayor relevancia cuando empezaron. Pero entonces algunos políticos se dieron cuenta de que cuanto más se hablara de los "accidentes" menos se hablaría de los problemas de los que eran responsables. Y una vez que los medios también se dieron cuenta de que estas noticias eran más llamativas que la política monetaria y las infraestructuras, la cobertura se multiplicó por diez.

Los accidentes que antes no se hubieran relacionado con los magos y de los que no se hubiera dicho palabra, ahora eran presuntos "accidentes". Y hasta que no se demostrara lo contrario (lo cual era prácticamente imposible), siempre quedaba implícita la posibilidad de que el responsable fuese un mago, o como los medios lo llamaban, que el accidente tuviera "causas humanas".

Por supuesto, todos los que hablaban de tomar medidas contra los accidentes siempre recordaban que de ninguna forma estaban en contra de los magos. Pero eso no impidió que los accidentes les hicieran parecer más peligrosos, más incontrolables, y más importantes. Y los grupos que estaban en contra de los magos seguían ganando adeptos.

Pedro, que por entonces tenía suficientes preocupaciones con sacarse la selectividad, no se fijó en lo que decían sus conocidos sobre este tema. Como todos los cambios que ocurren en la mente de la sociedad, fué un proceso lento y sutil. Pero hubo un suceso que le abrió los ojos sobre lo que significaba ser mago en aquél momento.

La serie animada de Juaquines el mago iba a terminar su quinta temporada, y probablemente fuera la última. Aunque Pedro había crecido y no la seguía religiosamente, sentía algo de nostalgia, y decidió ver el último capítulo.

El programa empezó recordando lo que había pasado en los episodios anteriores. El malo, el típico científico loco, había secuestrado a la chica de la que Juaquines estaba enamorado, y Juaquines había averiguado que se la había llevado a una central eléctrica para usarla en un horrible experimento.

El desenlace era más que predecible: Juaquines iría a la central, vencería al malo y rescataría a la chica. Y así fué: Juaquines llegó justo a tiempo, cuando el malo se disponía a encender su horrible máquina, y después de la obligatoria escena de acción, le arrinconó y le dijo que iba a presenciar la destrucción de su creación.

-¡No hay huevos!- contestó. Y Juaquines lanzó relámpagos a diestro y siniestro, destruyendo de forma bastante gratuita todos los cacharros que tenía a su alcance. Todos menos uno: el que mantenía atrapada a su amor. Contra este empezó a lanzar rayos cada vez más potentes, pero no se quemaba ni se fundía como los otros. Juaquines puso entonces cara de concentración, y de sus manos brotó una enorme descarga eléctrica, que iluminó la máquina, y la hizo zozobrar y soltar chispas, hasta que por fin sus partes cedieron chirriando y la chica fué liberada.

Juaquines fué a acercarse, pero entonces, como si se quisiera vengar, fué la máquina la que le soltó un calambre a él, tirándolo al suelo con violencia.

-¡Muájajajaja! ¡Ha funcionado!

-¡No ha funcionado, so idiota! ¡Ha petado!- contestó Juaquines, y a modo de propina pegó un calambre al malo, que exclamó de dolor pero siguió riéndose. -Vaya, perdón, no quería...- y otro rayo acertó al malo en la nariz.

-Qué extraño. Es como si no pudiera controlarlo.

-¡Muájajajaja! ¡Y así será, para siempre! ¡No tendrás control de tus poderes nunca, nunca jamás!

-¿Qué? ¡No puede ser! ¡Deshazlo, tienes que deshacerlo!- Juaquines le agarró y le sacudió mientras le suplicaba, pero sólo consiguió electrocutarle. No dejó de reír hasta que la vida le abandonó.

Entretanto, algunos de los aparatos estropeados habían prendido fuego, y Juaquines se dió cuenta de que la central entera iba a arder pronto. Aunque sus manos seguían despidiendo relámpagos, recordó por qué estaba allí y fué a rescatar a la chica de las llamas. Después de buscarla un rato, cuando el edificio estaba a punto de venirse abajo, la encontró atrapada bajo unos escombros, pidiendo auxilio. Cuando la hubo liberado otra vez, antes de que pudiera advertirla, se le echó encima para abrazarlo, y al tocarle, la descarga eléctrica la mató de inmediato.

Juaquines, horrorizado, corrió hacia la salida, pero ya era tarde. Las llamas lo cubrían todo, y el techo no aguantó más. En la escena final, Juaquines se despertaba medio sepultado en las ruinas de la central. Pedro no olvidaría jamás aquella imagen. La piel del mago estaba tiznada, y su cabellera había ardido, dejándole unas cicatrices en la calva. Arrodillándose delante del cuerpo de la chica, echó a llorar.

-¿Por qué, por qué a mí? ¡No es justo! No es justo... pero... ¡pero me vengaré! ¡No sé quién, ni como, pero alguien me las pagará por esto! ¡Muájajajaja!

Y, levantando las manos al cielo, lanzó rayos dignos de la tormenta más violenta. Sus ojos se habían vuelto rojos como el fuego, y en su brillo sólo quedaba locura y destrucción. Juaquines el mago ya no era Juaquines, sino una bestia, un monstruo. Y Pedro se dió cuenta de que ya no podía revelarle a nadie su secreto, ni siquiera a sus padres ni a sus amigos más cercanos. Sería un secreto para siempre.

El programa terminó, y en los créditos anunciaron que Juaquines el mago volvería después del verano. A partir del año siguiente no dejó de emitirse nunca más.

-El siguiente es José Luis Quinteros, acusado de encubrimiento y falso testimonio.

Éste también confesó en seguida. Igual que antes, fué el tercer interpelador el que propuso la condena, y los otros dos la aprobaron.

-Se condena al acusado a una octava y media.

Y otra vez, una de las batas encendió la máquina. Esta vez el sarcófago no se movió, y en su lugar, tres brazos mecánicos, terminados en un bisturí, una jeringa y un extrusor, se extendieron. Antes de que a la aletargada víctima le diera tiempo a reaccionar, los tres se lanzaron a su garganta y de poco sirvió que se retorciera y se sacudiera. Desde que entró en la sala de juicios, ya estaba condenado.

Sin embargo, aunque se cansó de patalear en seguida, nunca paró de gritar. Al menos al principio gritaba, luego lo que profería eran más bien chillidos cada vez más agudos, y Pedro comprendió en que consistía la condena. La máquina se detuvo, y el acusado, exhausto, fué escoltado a la salida.

-Un poco excesivo, ¿no? Por no decir donde están los cuerpos no van a morirse más. Como mucho, se merecía una octava.

Andrea estaba sentada justo detrás de él.

-¿Cómo has llegado?

-Por la puerta de atrás.

-Pero si no hay puerta de atrás.

Andrea le chistó, y la puerta volvió a abrirse.

Los siguientes juicios no fueron muy distintos. A uno acusado de vender drogas, la máquina le vertió un extraño líquido en el pelo, y se le cayó a jirones desde la raíz. A otro, condenado a diez centímetros por allanamiento, le rompieron los huesos de las piernas, se las estiraron y se los volvieron a soldar sin anestesia. Y para uno que confesó haber evadido impuestos, el castigo fué una especie de liposucción desmedida que le dejó en los huesos.

-En realidad, -explicó Andrea, -la condena es más que eso. Todas las penas son permanentes: al que pierde el cabello, ya no le vuelve a crecer; el que pierde peso, no lo puede volver a ganar, por mucho que coma. Y éste que entra ahora tres cuartos de lo mismo.

El hombre al que se refería, acusado de vandalismo, también confesó.

-Se le condena a treinta grados. -dijo el interpelador.

Esta vez la máquina no desplegó ninguna herramienta para castigarle. Todas sus partes se movieron a la vez, inclinándose hacia el lado del acusado. Y según éste se doblaba más y más, entre los alaridos de dolor podía escucharse como crujían los huesos de su columna.

Los mismos castigos se repetían para los mismos tipos de delito, variando la magnitud de sus efectos según la gravedad de las acusaciones. Si un acusado ya era calvo o tenía la piel oscura y ése era su castigo, se le alteraba otra parte del cuerpo. Y en todos los casos, el acusado confesaba en cuanto el suero del sueño dejaba de hacer efecto.

-Acusado número once, Pepe Martínez, alias "el tunante", acusado de hurto y de provocar el incendio de la calle Rosario.

Pedro reconoció al tipo inmediatamente, porque aunque no le había visto la cara, llevaba la misma sudadera con capucha que cuando le había robado el maletín. Se lo dijo a Andrea.

-Pero, ¿cómo le han detenido tan rápido?

-¿El maletín era de la empresa? Entonces seguramente llevara un rastreador. Si detecta que se sale de su ruta habitual, la empresa lo denuncia automáticamente, y si saben donde está, casi siempre encuentran al ladrón.

-Buenas noches, -dijo el interpelador- ¿sabe por qué está ante este tribunal?

-Joder... estoy to confuso, yo...

-¿Qué hizo usted esta noche en la calle Rosario, señor Martínez?

-Na, tío, yo na más que iba por allí, y pos de repronto me encuentro con to el sitio ahí carburando, y pues me pensé, je, je, que igual mejor me iba pirando, y...

-¿Le parece gracioso? -gritó el cura. -¡Ya han muerto treinta personas, por culpa suya! ¡Y le parece gracioso!

-Pero qué ices, si yo ¡Ay! -de repente el hombre gritó como si hubiera pisado un erizo, pero la máquina no se había movido. -¡Coño! ¡Joder, si yo no he sido, se lo juro!

-¿Confiesa usted haber causado el incendio de la calle Rosario y haber robado un maletín? -intervino el tercer interpelador.

-¡No! Se lo prometo, yo no tengo nada que... ¡Aaaah!- esta vez el gesto de dolor fué más largo.

-Son descargas eléctricas. -dijo Andrea- Dolorosas pero sin efectos secundarios en el cuerpo. El protocolo es que si el acusado no confiesa, se apliquen descargas de cada vez más duración e intensidad, hasta que la confesión se produzca.

-¿Y si no se produce?

Andrea no respondió.

-¿Confiesa ser usted culpable del incendio de la calle Rosario y del robo de un maletín?

-¡No! ¡No fuí yo!

Esta vez, antes de que el ladrón de su maletín se retorciera de dolor, Pedro se fijó en cómo el brazo del cura se movía detrás del atril. Debía de haber algún tipo de botón ahí para controlar esas descargas, y recordó unos concursos de televisión que ponían cuando era pequeño, y funcionaban de forma parecida.

-Señor Martínez, el maletín fué encontrado en su domicilio, y el chip GPS en su interior le sitúa en el lugar del incendio justo cuando se produjo. ¿Confiesa ser culpable del incendio...?

-¡De acuerdo, lo confieso! ¡Sí que robé el maletín! ¡Pero no tuve na que ver con el fuego, por Dios!

Los ojos del hombre estaban llenos de lágrimas, y no parecía que fuera a aguantar mucho más. Durante la siguiente descarga, ya no tenía fuerzas para gritar. Pero esa no fué la última, y Pedro empezaba a dudar de que no tuvieran efectos secundarios. Sabía que si no había confesado hasta ahora, no lo haría: era inocente. Pero nadie más lo sabía, y no podía explicar cómo lo sabía él.

-¡Piedad, por favor! ¡Solo he robado ese maletín! Señor, no tengo trabajo, y de algo hay que...

-¿¡Sólo!?- el cura parecía muy furioso, pero se tomó un momento para calmarse antes de continuar. Logró mantener un tono más bajo, pero sus palabras estaban empapadas de veneno.

-¿Que sólo ha robado? ¿Qué quiere decir, le parece poco? ¿O quiere que le dejemos en libertad por ser "sólo" un criminal? Treinta personas, "solamente", han muerto por su culpa. Y serán más para cuando lo hayan apagado. ¿Qué tiene usted que decirles?

-Piedad... por favor... yo no...

-¡Cierre ese pozo de mierda que tiene por boca! El problema no es la maleta que ha robado, señor Martínez, ni las personas que han muerto, ni el bloque que ha derrumbado. El problema es usted. No sólo ignora las leyes de Dios, sino que las desprecia. ¡Escupe sobre ellas!- Hizo una pausa para mandarle a su interlocutor algunos voltios más.- Y por eso me da igual de cuántos cargos esté acusado. Tiene dos opciones: obedecer y confesar por sus crímenes, o hacerlo después de más... alicientes. ¿Qué escoge?

Pedro no podía soportarlo. Todo el interrogatorio y la tortura a la que se sometía aquél tipo era por lo que él había hecho. Y no podía librarse de la justicia si eso significaba que otra persona diera la cara por él. Así que, sin pensárselo dos veces se levantó y dijo:

-¡Deténgase! ¿No ve que es inocente? ¡No puede confesar por lo que no ha hecho!

-¿Que es inocente, dice? ¿Y quién se cree que es usted para decidirlo?

-Yo, eh...

-No se lo tenga en cuenta, señoría- dijo Torque. -es nuevo, de la policía.

-¿Policía, eh?

-Me cago en la puta. -susurró Andrea.

-Bueno, da igual quién sea. Nadie va a decirme cómo hacer mi trabajo. Y hasta que no se demuestre lo contrario, ¡el acusado sigue acusado!

Entonces sucedió algo muy extraño. Primero el del traje susurró algo al oído del tercer interpelador, y este hizo lo propio con el sacerdote. Luego le hizo un gesto a Torque, que se marchó de la sala de juicios. Y entonces anunció:

-El acusado es culpable del cargo de hurto. Se procede a aplicar la pena estándar para este delito, condena por piel, sesenta por ciento.

-Ochenta. -corrigió el cura.

-Ochenta por ciento. -concedió su compañero.

Y la máquina hizo el resto del trabajo.

-¿Qué ha pasado con el incendio? ¿No tendrían que decir que es inocente de eso? -preguntó Pedro en voz baja. Andrea no respondió.

Cuando la máquina acabó, se lo llevaron igual que a los demás, pero esta vez no trajeron al siguiente de inmediato. Todos los asistentes esperaron hasta que Torque volvió a aparecer, y entonces, como si nada hubiera pasado, ésta volvió a sentarse y leyó:

-El siguiente acusado es Ramón Rabioso, acusado de enaltecimiento del odio, sedición, incitación a la rebelión, apología del mal, desobediencia a la autoridad... y provocar el incendio de la calle Rosario.

Pedro tenía muchos ingenieros en la familia, así que cuando salió del instituto ya sabía lo que iba a estudiar. Por entonces, con la excepción de su pequeño secreto, su vida había transcurrido sin altibajos, siguiendo un plan trazado con años de anticipo. Pero cualquier rumbo es peligroso cuando el mar está agitado.

En un país de nombre difícil de pronunciar, un científico había hecho el último descubrimiento que se haría jamás sobre los magos. Su objetivo era comprobar hasta dónde podían llegar las habilidades de los magos cuyas facultades funcionaban a distancia: telepatía, materialización y algunas más. Para evitar factores externos que pudieran influir en el experimento, se llevó a los participantes a un desierto, a cientos de kilómetros de cualquier lugar habitado. Y, aunque no pudo llevar a cabo su proyecto inicial, el resultado fué mucho más interesante.

Desde el momento en el que se alejaron de la civilización, ninguno de los magos dió muestras de serlo. Intentó por todos los medios provocar algún fenómeno mágico, probó a alejarles a unos de otros, a juntarles, a enfadarles, a aburrirles, y recorrió todo el desierto, pero no hubo forma. Sólo cuando volvieron a una ciudad, los magos volvieron a la normalidad.

Quizás adivinando las consecuencias de su descubrimiento, el científico decidió condenar su hallazgo al olvido. Quizás simplemente a nadie le llamó la atención. En cualquier caso, este experimento permaneció en la penumbra hasta que otras personas a lo largo y ancho del mundo empezaron a sospechar lo mismo.

Y alguien rescató del olvido aquella vieja historia sobre los magos en el desierto. En cuanto los resultados se replicaron, la comunidad científica anunció su conclusión en todas sus revistas, libros, películas, y, cómo no, en algunas tertulias de televisión.

-"Hoy en día, casi todas las tecnologías de telecomunicación funcionan con ondas electromagnéticas. No es de extrañar que una exposición prolongada del cerebro humano a estas ondas pueda... interferir en su actividad normal. No conocemos todos los detalles de este proceso, pero sí se ha comprobado que sin aparatos electrónicos que actúen como amplificadores o actuadores, los fenómenos popularmente conocidos como magia no se producen.

-“¡Es un escándalo! ¿Por qué nadie nos advirtió de que una cosa así podía pasar? Llevamos años y años usando móviles, ordenadores, satélites, y ¿dónde estaban los científicos? ¿Por qué no investigaron si todo esto tenía efectos en las personas?”

-“Oiga, la ciencia no funciona así, es imposible saberlo todo inmediatamente. Y nunca se ha obligado a nadie a usar ni los móviles, ni...”

-“¡Y nadie ha pedido nada de eso! ¿Por qué han tenido que crearlo si no podían prever las consecuencias? Llevamos años venerando la ciencia, y ¿qué nos ha dado? Contaminación, calentamiento global y bombas nucleares. ¿Se han parado alguna vez a pensar en lo que hacen?”

-“¿Pretende decirme cómo hacer mi trabajo?”

-“¡Lo que digo es que la mejor forma de hacer su trabajo es no hacerlo!”

Aunque no todo el mundo pensara así, el rechazo a la tecnología dejó de ser la postura de unos pocos hippies, y se convirtió en la última gran tendencia. La vivienda dejó de encarecerse en las grandes urbes y en cambio subió en el campo, donde la gente se marchaba a vivir. Para sorpresa de muchos, las generaciones que habían crecido sin el más mínimo contacto con la naturaleza empezaron a pasar sus vacaciones aprendiendo a cultivar hortalizas en una granja. Aunque, eso sí, no dejaron de presumir de ello en facebook.

Pero este movimiento tenía poco de hippie y más de ludismo. El vandalismo, de la mano de grupos anarquistas, se apoderó de las calles. Al principio sólo quemaban coches y destrozaban tiendas de electrónica, pero luego empezaron a entrar en las casas. Y, mientras tanto, la opinión pública de los magos no dejaba de empeorar.

A Pedro le habría costado aguantar todo esto, si no fuera por que encontró un punto inmóvil en mitad de la tormenta. Conoció a Andrea en la universidad, y al mes ya vivían juntos. Si es verdad que los opuestos se atraen, no habría otro ejemplo mejor.

Pedro era nervioso y preocupado, nada le dejaba indiferente. Andrea, en comparación, era una roca. No tenía ambiciones, pero tampoco problemas. Todo le parecía o irrelevante o totalmente predecible, y nunca, nunca jamás había sentido algo parecido a la sorpresa. Si Pedro intentaba que reaccionase a algo siempre respondía de la misma forma.

-¿Crees que tendremos trabajo cuando terminemos la carrera? Hoy han cerrado más fábricas de coches.

-Ya volverán a abrir.

-¿Y si no?

-No es el único trabajo que hay en el mundo, y quien se busque el trabajo lo encontrará. Que cierren un par de industrias no significa que nadie quiera contratar a gente preparada e inteligente.

-Pero, ¿quién?

-Es igual.

El día que quemaron el bazar de la esquina, pensó que por fin se sorprendería, o como mínimo se preocuparía cuando lo oyera.

-Lo han dejado todo destrozado, y me han dicho que nadie ha visto al dueño. Ni siquiera saben si está vivo.

-Era de esperar. Llevaban semanas pintándole amenazas en la persiana.

-Por dios, puede que hayan matado a alguien, ¿y te parece normal? ¡Esto no pasaba hace unos años! Y no parece que vaya a mejorar.

-Bah, como si fuera la primera vez que el país está en crisis. Peor se las ha visto la gente, y al final las cosas han mejorado. Y lo mismo ahora, tarde o temprano la situación cambiará.

-Sí, pero, ¿cuándo?

-Es igual.

Aunque estas conversaciones eran exasperantes, en el fondo Pedro se sentía bien con ella, y le gustaba creerla. La alternativa era admitir que el mundo en el que vivía estaba cambiando, y él ya no era bienvenido en él. Esta ilusión perduró un tiempo, pero la realidad siempre acaba imponiéndose a la ficción.

Se acercaban las elecciones, y no eran muy diferentes de las últimas. Aunque el gobierno había perdido popularidad, se preveía que los votos no cambiaran mucho. La única novedad era la aparición de un partido nuevo, que en realidad no era nuevo, pero se había reformado a fondo en el último año, y había cambiado de líder.

El hombre que aspiraba a ser presidente, no era alto ni bajo, ni gordo ni flaco, su edad era difícil de adivinar, y en general todo en él resultaba anodino. Era el tipo de persona en la que nadie habría reparado, si no estuviera donde estaba.

Sus discursos apagados eran los de alguien que aprecia su propio silencio. Pero sólo estaba acallando el ruido que hacían sus seguidores en la calle, protestando contra el gobierno, la política, la pobreza, la contaminación, y todo tipo de cosas. Pero nada reunía más odio que los magos, y ese se convirtió en el principal y único discurso del Partido del Sentido Común.

El resto de partidos decidió ignorarlos, pero esto sólo hizo que subieran en las encuestas. Después optaron por ceder en parte, y prometieron someter a los magos responsables de alguna infracción a un programa de rehabilitación, o incluso construir ciudades aisladas del resto, sólo para ellos. Y entonces pasaron a la ofensiva, llamándoles nazis, y comparándoles con 1984, pero era tarde. El PSC llevaba ventaja, y aunque no podría gobernar, sí prometía obtener una buena parte del parlamento.

Pero finalmente, se dieron cuenta de que un poco de ruido no iba a cambiar nada de lo verdaderamente importante. La tranquilidad y el desdén le sentaron mal al PSC, y las encuestas volvían lentamente a la normalidad.

Y, a una semana de la votación, ocurrió el accidente.

Los socialistas se apresuraron a decir que el puente se había caído por puro desgaste. La derecha cristiana, mientras tanto, aseguraba que había sido por un temblor, y los verdes dijeron que lo había tirado el viento, como en Tacoma.

El PSC, por su parte, simplemente se sentó a esperar a que los rumores de "causas humanas" crecieran, y eso fué suficiente. Las manifestaciones ocuparon las portadas de la prensa, y muchos se dieron cuenta demasiado tarde de que el mensaje más simple siempre acaba triunfando.

Y en las pancartas, las octavillas y los carteles aparecía cada vez más, con su mirada roja y horrible, el único símbolo que Pedro recordaba de su pasado. Juaquines el mago estaba pensado para asustar a los niños, pero los adultos no eran tan distintos.

El PSC no sólo ganó las elecciones, sino que gracias al sistema electoral su minoría de votos se convirtió en una mayoría de escaños.

-Después de esto, no sé cómo puede empeorar la cosa aún más.

-Pues no será por mí culpa, -le dijo Andrea- porque yo no he votado.

-¿Por qué no?

Andrea se encogió de hombros. -Un voto más o menos, es igual.

-¡Idiota!

-¿Qué?

-¿Eso es no llamar la atención? ¿Decirle al interpelador que no puede condenar a ese tipo?

-¡Le estaba torturando!

-¿Y crees que no lo sabe? Además, ¿qué ibas a hacer si el otro te reconocía? Si alguien descubre que no eres policía, ¡serás el siguiente acusado por engaño a la autoridad!

O aún peor, le harían las pruebas y descubrirían lo que era, pensó. Y no tardarían en relacionarle con el incendio de la calle Rosario.

-Como se te ocurra hacer el idiota otra vez, te juro por la virgen que...

No pudo completar la amenaza, porque ya habían traído al siguiente a la máquina, y el juicio continuaba.

-¿Sabe por qué está ante este tribunal, señor Rabioso? -El acusado no habló de inmediato. -¿Qué? -Repitió la pregunta, y, con lentitud, Rabioso asintió con la cabeza.

Parecía más adormilado aún que los que le habían precedido, como si le hubieran dado más suero. O quizás estuviera cansado antes de que le arrestaran.

-Confiese, ¿cuáles son sus delitos?

-Mis delitos... son buscar... justicia y ver, verdad... para mí y... para todos... los demás.

-La justicia, es lo que se le va a aplicar a usted.

-No, ... es lo que se le va a aplicar... a usted. -repitió, como si estuviera borracho, y el cura le propinó una descarga.

-¡Usted lideró los tumultos del pasado diecisiete, y ha difundido propaganda contra el gobierno desde hace meses! Ha agredido a policías, periodistas, y ha cometido injurias contra la iglesia, además de varios delitos de insubordinación. ¿Es esto cierto?

El señor Rabioso hizo amago de decir algo, pero finalmente el cansancio pudo con él y se limitó a asentir. Pedro reconoció entonces al acusado. Era el líder de uno de los pocos grupos clandestinos que todavía se oponían al régimen. Organizaban huelgas, hacían pintadas en los escaparates, y, ocasionalmente, intentaban asesinar a algún ministro sin éxito.

En realidad, aunque supusieran un fastidio para los gobernantes, no aspiraban a que nada cambiara: eran solo los últimos espasmos de una sociedad moribunda.

El interpelador siguió enumerando cargos, pero el acusado apenas le escuchaba. Ni siquiera se inmutó cuando se mencionó el incendio de la calle Rosario.

Cuando acabó, asintió otra vez, y el interpelador anunció:

En virtud de la magnitud de estos cargos, este tribunal ya ha previsto una sentencia. Se condena al acusado... a mago.

Rabioso dejó escapar una carcajada.- Pero qué dice... los magos no... no existen.

-Se equivoca, -respondió mientras un operario encendía la máquina, -y muy pronto se dará cuenta de su error.

-¿Cómo pueden convertir a alguien en mago?- preguntó Pedro. -¿No es una condición genética?

Andrea no respondió, así que trató de observar sin perder detalle lo que la máquina le hacía. Primero, encerró a su víctima en el sarcófago de plástico que servía para oscurecerle la tez. Como los anteriores acusados que habían pasado por él, Rabioso salió tosiendo y envuelto en humo. Pero el aparato no se detuvo, y mientras su piel cambiaba de color, le partió los fémures para estirarle las piernas. Por lo visto ser mago no era suficiente castigo, pensaba Pedro, también tenían que torturarle. Y la tortura no acabó ahí.

Todas y cada una de las condenas que había visto durante la noche, y algunas más, volvieron a sucederse, pero en el mismo sujeto. Y cuando parecía que no quedaba un centímetro de su cuerpo intacto, la máquina ejecutó una nueva coreografía.

Primero sujetó sus párpados de forma que no pudiera cerrar los ojos. Después desplegó unos prismáticos de latón enfrente, que rociaron la pupila con algún producto químico, y se encendieron como dos linternas deslumbrantes durante unos largos segundos.

-¿Eso le deja ciego?

-Sólo durante algunas horas. Pero lo que cambia de verdad no es lo que sus ojos ven.

La máquina había terminado su cometido. Algunos de los acusados habían cambiado mucho durante el juicio, pero ninguno como Rabioso. Incluso habiendo presenciado todo el proceso, costaba asimilar que aquél hombre era Ramón Rabioso. No podía tenerse de pie, y tenía espasmos por todas partes. No se quitaba las manos de los ojos, pero cuando tropezó Pedro pudo vérselas durante un instante. Sus iris ya no eran oscuros, sino rojos como el fuego más vivo.

-Es una de las condenas más graves, lo de los ojos. -comentó Andrea. -Sólo la aplican por violación o homicidio.

Llamaron al siguiente acusado, pero Pedro ya no podía prestar atención. Por unos minutos, había pensado, había creído... que era posible condenar a alguien a vivir mintiendo, con miedo a ser descubierto y apresado para siempre, evitando a la policía y a sus seres queridos, que podían ser acusados de complicidad.

Qué diablos, incluso lo había deseado. Esos pocos científicos e ingenieros que habían construido la máquina, seguramente mantenidos por el gobierno, quizás lo habían logrado, después de tanto tiempo. Quizás habían descubierto lo que diferenciaba al cerebro de los magos del de las demás personas. Y si había una forma de convertir el uno en el otro, entonces... quizás también había una forma de curar la magia. Había sido una sensación bonita, dentro de las circunstancias. Pero se había terminado. Pedro había observado a Rabioso en todo momento, y la única parte de su cuerpo que la máquina había ignorado era su mente.

Y eso quería decir que Pedro estaba condenado a seguir siendo mago para siempre. Sólo de imaginarse los años que le quedaban, sintió que la rabia le envolvía y le golpeaba, como un huracán golpea a un árbol viejo, doblándolo cada vez más, y Pedro intentó resistir, sabiendo que la tormenta pasaría, pero oía los crujidos del tronco cada vez que se torcía, cada vez más cerca de partirse en dos, pero con los años había aprendido a contener su ira, y sabía que podía calmarse, que no pasaría nada, y, poco a poco, el huracán amainó, y la rabia, lentamente, desapareció.

Entonces, volvió a ser consciente de lo que pasaba en la sala de juicios. El último acusado acababa de recibir su condena, y le escoltaron fuera, como a los demás.

-El siguiente y los que le seguirán, están acusados de brujería. El personal no imprescindible puede irse ahora.

La taquígrafa y los tipos de la segunda fila lo hicieron en seguida, y trajeron a otro acusado a la máquina. Este estaba claramente más afectado por el suero, y ni siquiera podía caminar por sí solo.

-Está ante este tribunal porque se le acusa de brujería. La condena por este crimen es indiscutible.

La máquina se puso en marcha inmediatamente, y Pedro no pudo imaginarse qué clase de tortura le tocaría sufrir a aquél hombre, porque sin duda sería aún peor que las anteriores. Para su sorpresa, la única parte de la máquina que se movió fué una pequeña aguja, que se hundió en el cuello del acusado y se vació en un abrir y cerrar de ojos. Aunque la inyección no tuvo efectos secundarios, al parecer la condena había terminado. Los escoltas le ayudaron a levantarse y marcharse de la estancia, pero antes de llegar a la puerta sus piernas dejaron de sujetarle. Entonces uno le cogió de los pies y el otro de los hombros, y de esta forma sacaron el cadáver de la sala, para traer el siguiente.

-Lo he conseguido. -dijo Andrea. -Empiezo mañana.

-¿Mañana?

-¿Cuándo querías que empezara, si la entrevista me la hicieron ayer?

-Creía que era a tiempo completo.

-Y es a tiempo completo.

-¿Y entonces...?

-Entonces, ¿qué?

-¿Y la universidad?

-Ah, sí, tendré que dejarlo, de momento.

-¿A un año de terminar la carrera?

-Ya te lo he dicho, van a ampliar la plantilla este mes, y por eso es más fácil entrar. Dentro de un año, va a ser imposible.

En realidad, lo que más le inquietaba no era que Andrea renunciara a sacarse la carrera. El problema era que lo hiciera para entrar en la policía. Aunque oficialmente aumentaban la plantilla para lidiar con el aumento del crimen, todo el mundo había oído los rumores. Decían que empezaba a desaparecer gente, de un día para otro, sin dejar rastro, y casi siempre para no volver. Los medios lo atribuían a los magos, pero todo el mundo sospechaba que el nuevo régimen tenía algo que ver.

Desde que ser mago había sido ilegalizado, la situación en las calles se había calmado, pero la oposición se había movilizado, y eso fué suficiente para seguir hablando de tumultos y desorden público. Pero no necesitaban excusas: dos tercios de la población estaba a favor de encarcelar a los magos. Y de estos, la tercera parte estaba a favor de matarlos.

Andrea, que no era tonta, sabía lo que estaba pasando, y había decidido que lo mejor era unirse a la policía. Pedro había pensado en disuadirla, en decirle que era inmoral. Pero ya sabía cuál sería su respuesta.

-Si no lo hago yo, es igual. Hay millones de personas que han perdido el trabajo en la industria o en la construcción, y pocos van a rechazar oportunidades como ésta.

Teniendo en cuenta que el sueldo de un policía era varias veces mayor que el de un ingeniero, era difícil discutir lo que Andrea estaba haciendo. Pero lo peor estaba por llegar. La ley le obligaba a mantener en secreto lo que hacía, pero eso no le impedía a Pedro imaginárselo.

Ya había asumido que si alguien le descubría estaría acabado, pero una cosa era eso, y otra acostarse con la encargada de hacerlo. Empezó a tener pesadillas, y la paranoia se apoderó de él. Incluso después de separarse, no se recuperó por completo.

Andrea no opuso resistencia cuando él se marchó. Quizás porque se dió cuenta de que eran personas demasiado distintas, o quizás porque, desde el principio, le había dado igual.

El año siguiente, lo dedicó únicamente a terminar la universidad. Vivía como un ermitaño, sin hablar con nadie, sin salir de casa salvo para lo imprescindible. Y sin saber que aquél comportamiento era precisamente el que un mago mostraría. Finalmente, hizo sus exámenes y escribió una pequeña tesis, y con ello obtuvo el título de ingeniero técnico. Unos meses después, supo que su promoción era la última; la universidad había tenido que cerrar sus puertas y vender sus terrenos para poder saldar sus deudas.

De esta forma, el camino que Pedro había seguido durante toda su vida llegó a su fin, y, sin nada que le obligase a permanecer en la capital, volvió a casa de sus padres, en el pueblo donde había nacido. Ahora que la iglesia ostentaba una buena parte del poder, a su familia no le iba nada mal, y la casa había crecido desde que se había marchado. Pero el pueblo se veía igual que siempre, y Pedro pudo olvidarse de las cosas horribles que había visto los últimos años.

Al poco tiempo supo que unos primos suyos tenían trato con el director de una importante empresa, y podrían encontrarle trabajo allí. Pero no quería volver a la ciudad, todavía no. Y mientras esperaba recibir noticias de los primos se percató de que algo muy curioso sucedía en esa casa.

Algunas noches, cuando él dormía, sus padres se quedaban en el salón, con las luces apagadas, y observaban a los vecinos de enfrente, a veces durante horas, hasta que alguien volvía de una fiesta o llegaba tarde a casa por otra razón.

-Creemos que están ocultando cosas. Llevan y traen cosas, así, de noche, cuando nadie les ve. -le dijeron cuando les descubrió al ir al baño de madrugada.

-Vosotros también os quedáis despiertos, ¿qué más da?

-Hijo, no te lo hemos dicho para no preocuparte, pero... creemos que en la casa de los vecinos hay algún mago.

-Quizás más de uno, dicen que les viene de familia.

-Bueno, ¿y qué si es verdad? De esto ya se encarga la policía, ¿no?

-La policía ya tiene bastante con lo que tiene. Y si nadie hace nada, éstos seguirán tan tranquilos.

-¿Ha pasado algo?

-El mes pasado se fué la luz, y no parecían muy sorprendidos. Además, no van casi nunca a misa.

Pedro decidió ignorar estas costumbres, que, por otra parte, parecían inofensivas. Pero desde que lo supo y empezó a acostarse más tarde, la vista se le iba a casa de los vecinos, e incluso le parecía ver a alguien moverse en la oscuridad, como si ellos también estuvieran observándoles.

Un día, la casa de los vecinos amaneció vacía, y al cabo de una semana seguía igual. Los vecinos trabajaban en el pueblo, así que la única explicación sería que estuvieran de vacaciones, pero las vacaciones se alargaban cada vez más, y nadie parecía saber dónde estaban. Hasta que preguntó a sus padres.

-¿Marchado? Espero que no, aunque probablemente no les sirva de nada.

-Le dijimos al padre Espeso lo que pensábamos, y él debió decírselo a su superior. Si no han vuelto, quiere decir que les han hecho las pruebas, y estábamos en lo cierto.

-¿Y si no es así? ¿Y si las pruebas se equivocan? No pueden ser todos magos, como mucho dos o tres. ¿Qué pasa con los demás?

-Lo siento, hijo, pero hemos hecho lo correcto. No teníamos otra opción.

-¡Sí que la teníais! Podríais no denunciar a nadie hasta estar seguros de lo que pasa.

-Eso es lo que pensaron los vecinos.

Los primos le consiguieron el puesto, y Pedro volvió a la ciudad sin pensárselo dos veces. Desde entonces, no pudo volver a aquél pueblo nunca más.

-No lo entiendo.

-¿De verdad que no?

-No.

Pedro y Andrea habían salido de la sala de juicios, antes de que llegara el último.

-Vistos tres, -había dicho ella, -vistos todos.

Habían estado muchas horas dentro, y pronto amanecería.

-Vamos a ver, el suero del sueño no tiene un único efecto. En dosis pequeñas, hace al paciente dormir, pero...

-Pero en dosis más grandes también afecta a la memoria, -interrumpió Pedro. -nubla los recuerdos recientes y produce la impresión de haberlos soñado. Eso lo he entendido, sí, lo que no entiendo... es por qué.

Antes de irse, habían seguido a los escoltas a las habitaciones donde tenían almacenados a los condenados. Tanto los culpables de brujería como los civiles permanecían en el mismo estado catatónico, pero Pedro comprobó que no habían muerto: todos tenían pulso.

Fuera ya no era de noche, y había la suficiente luz para leer el cartel de la puerta: "Ministerio de Justicia".

-¿Qué les va a pasar?

-Les volverán a llevar al lugar donde les "detuvieron", probablemente a sus casas, y se despertarán de una pesadilla horrible en la que eran magos y les "detenían". Para algunos es un sueño recurrente. Y seguirán con sus vidas, con un poco más de miedo a la policía.

-Entonces, ¿no son magos?

-Claro que no. Los magos no existen.

-¿Cómo?

Andrea encendió un cigarro y le dió una calada lenta y profunda.

-De verdad, -murmuró- hay que ser idiota para creérselo. Magia. ¿Qué es esto, la Edad Media?

Pedro tardó un momento en procesarlo, en comprender que estaba hablando en serio, y cuando lo hizo su corazón dió un vuelco. La mente se le quedó en blanco por un momento, y luego miles de pensamientos y de preguntas la inundaron, pujando por salir de su boca.

-Pero... pero yo... a mí, quiero decir, me ha pasado, te he contado como...

-Los recuerdos se enturbian con el tiempo. ¿Cuándo fué la última vez que "te pasó", cuando tenías doce años?

-La última vez fué esta noche, y no me lo he imaginado, tú también lo has visto en la tele, y

-Casualidad. Como las otras veces. Es muy simple en realidad: te pasan un par de cosas de niño, y empiezas a pensar que las has provocado tú. Luego, cualquier cosa que veas y pueda explicarse como "magia", la tomas como otra prueba de tu teoría. Y al final, tu cabeza se inventa los detalles que faltan. Así es como funcionan las supersticiones.

-Y si no soy yo, ¿quién ha provocado el incendio de la calle Rosario?

-Quizás los que cerraron las fábricas de acero y las de hormigón. O quizás los que vendieron la facultad de arquitectura. O a lo mejor nadie tiene la culpa. Es igual, el incendio ya ha pasado, y no se puede volver atrás para evitarlo.

-¡Pero no soy sólo yo! ¡Hay mucha gente que piensa..!

-También hay mucha gente que piensa que los extraterrestres han venido a la Tierra, y los domingos se van de copas con el presidente.

-¡Gente con poder!- Pedro se percató de que estaba gritando en la calle. -La gente que maneja el país, los medios, todos dicen que..

-Bobadas.

Andrea volvió a fumar y echó un vistazo a su reloj. Había estado dándole la espalda, pero ahora le miró a los ojos. Y Pedro supo que no le mentía.

-¡No es cierto, no puede ser! ¡No tienes pruebas!

-No necesito pruebas para pensar que los fenómenos paranormales no existen. Eres tú el que no tiene pruebas.

Pedro siguió discutiendo, intentando recordar algo que lo probara, o que al menos hiciera más probable la existencia de los magos. Tenía que haberlo, estaba seguro, pero cada evidencia tenía un resquicio, una pequeña grieta por la que las palabras de Andrea se colaban, y la destrozaban.

Creía recordar que se llevaron a algún compañero del instituto, pero no conocía a nadie que hubiera dado positivo en las pruebas. Recordaba que alguien había confesado ser culpable de algún "accidente", pero jamás había escuchado la confesión. Todo lo que tenía era la televisión, rumores y opiniones. Y comprendió, poco a poco, que todo lo que había supuesto era falso.

Recorrió con la memoria todos los incidentes de los que se había culpado durante años, y sintió un profundo alivio al convencerse, por fin, de que no eran más que simples accidentes.

Pero su alivio se amargó al pensar en todas las personas que habían sido condenadas aquella noche, y las que lo habían sufrido la noche anterior, y la anterior a esa, y todas las demás. Y las que sin duda pasarían por su "juicio" al día siguiente.

-Entonces, eso son los magos, una mentira. Una burda herramienta para tener a la gente a raya, y castigar a los que no se someten.

-Bueno, sobre todo para castigar a criminales que han admitido su delito.

-Castigos corporales, tortura...

-Nada nuevo bajo el sol.

-Y todas las condenas son permanentes, incluso por robar un estúpido maletín.

-Antes era aún peor, piénsalo. Una persona podía pasar años enteros de su vida en una cárcel, a veces por delitos que no había cometido, y aunque la justicia rectificara, el daño era irreparable. Ahora, en cambio, la condena dura una noche. No se priva a nadie de la libertad, y las condenas son permanentes, pero reversibles.

-Y todo basado en el odio, la segregación, y..

-Y otra vez, nada nuevo bajo el sol.

El sol, por otra parte, ya podía adivinarse por detrás del Ministerio de Justicia, y Pedro recordó que, aunque hubiera sido el día más sorprendente, horrible e importante de su vida, también era martes, y no quería llegar tarde a su trabajo. Tenía un par de horas, y tardaría una en llegar.

-Esto es espantoso.

-Es como son las cosas.

-¡Pero alguien debería hacer algo!

-¿Hacer qué?

-No sé... algo.

-A no ser que quieras seguir el camino de Ramón Rabioso, no sé que puedes hacer. La realidad es la que es, y no la puede cambiar una sola persona.

-Seguro que hay más gente descontenta, gente que también quiere que las cosas mejoren.

-La gente tiene sus propios problemas.

Andrea acabó su cigarrillo y echó un vistazo a su reloj.

-Bueno, el juicio debe haber terminado. Tengo que volver, a acabar el turno.

Pedro no dijo nada. Aún sobraban tres cuartos de hora. Le vendría bien un café, o más de uno, y a lo mejor encontraba un bar abierto a esas horas. Pero también podía dar un rodeo y pasar por la calle Rosario. Aunque no fuese culpa suya, aún quería asegurarse de que el incendio ya estuviese apagado.

-De nada, ¿eh?

Andrea tiró la colilla al suelo, y el viento se la llevó rodando, muy, muy lejos de allí.

El nuevo empleo de Pedro era en el centro de la urbe, el único lugar donde los rascacielos seguían en pie, y los antiguos edificios de piedra reemplazaban a los bloques de madera. Era en una de las empresas más grandes que quedaban, un extraño híbrido de consultora y aseguradora, y al comienzo Pedro ni siquiera comprendía bien cómo ganaba dinero, pero no era necesario. Su papel en la empresa podría desempeñarlo a la perfección una bolsa de pipas: asistía a reuniones, instaba a sus subalternos a hacer lo que tuvieran que hacer, y de vez en cuando se le pedía su opinión.

Se había resistido a mudarse, pero su casa quedaba a una hora del centro a pie, y el metro ya no existía. De modo que todas las mañanas hacía la misma ruta, y todas las tardes la deshacía, observando durante esas dos horas los quehaceres de los demás. Aunque apenas había estado ausente unos meses, le parecía que la ciudad era distinta a la que conocía, y no sólo por las calles y las construcciones; los habitantes también habían cambiado con ella. A veces, en algún momento de su habitual paseo tenía la sensación de haber cruzado una frontera invisible, de haber cambiado de ciudad, incluso de país. A cada lado, las personas eran distintas, y algo similar sucedía en el trabajo, sólo que lo que separaba a unos de otros no era el espacio, sino el rango.

Pedro comenzó a adivinar lo que había sucedido, pero sólo lo comprendió por completo, cuando, zapeando, se encontró con la vigesimotercera temporada de "Juaquines el mago". El programa ya no tenía nada en común con su primera emisión. Juaquines se había convertido en una caricatura de sí mismo y de la sociedad, o quizás era la sociedad la que se había convertido en una copia barata de Juaquines. Además de la calva, la piel y los ojos, los dibujantes le habían cambiado hasta el último píxel que pudiera recordar al Juaquines original.

Usando el mismo recurso de hacerle sufrir accidentes autoinfligidos, le habían hecho más alto y delgado, un poco encorvado y habían cambiado al actor que doblaba su voz por uno con mejores risas malvadas.

Sin embargo, seguían echándolo en pleno horario infantil, y, lo que era más sorprendente, Juaquines seguía siendo el protagonista. Era de esperar que si Juaquines había pasado a ser el malo, alguien ocupara el lugar del bueno, pero no era así. Todo aquél que intentaba detenerlo acababa muerto.

Entonces, comprendió todo, la ciudad, su trabajo, su vida entera, todo se regía por las mismas leyes no escritas. Había un nuevo orden en todos ellos, en el que Juaquines señalaba el extremo inferior. Los barrios de las afueras estaban poblados por aquellos que más se parecían a la imagen de un mago, y cuando más cerca del centro se fuera uno, más frecuente era ver melenas largas, y cuerpos bajitos y rechonchos.

Un individuo como Juaquines difícilmente podría aproximarse al centro sin sufrir una paliza, pero si el parecido no era perfecto, podría encontrar algún trabajo en una empresa como la de Pedro.

Pero si lo hacía, no era en las mismas condiciones que los demás. Un trabajador menos agraciado era el primer responsable si algo salía mal, pero el último si salía bien. No sólo tendría más tareas que sus compañeros y más horas de trabajo, sino también menos posibilidades de ascender. Un título universitario no era más valioso que cinco kilos de más o tener la tez un poco más pálida.

Pero, por supuesto, ninguno de los menos aventajados pensaba en protestar; preferían invertir su tiempo en los gimnasios que no dejaban de abrir por todas partes, y su dinero en cosméticos o tratamientos médicos, con la esperanza, incluso la convicción de que su vida mejoraría.

Y Pedro comprendió también por qué había acabado en aquél puesto, y cómo era posible que nadie le hubiera descubierto, y cómo había podido esquivar tantas pruebas médicas y controles de magia. Y es que, a pesar de ser tan mago como Juaquines, físicamente no podía parecérsele menos.

Comprendió que la suerte le había dado un poder mucho más peligroso que la magia, y aprendió a usarlo. En cuanto se familiarizó con el negocio, su opinión comenzó a ser útil. Solo tuvo que dejar de cortarse el pelo y poner un poco de empeño, y empezó a recibir ascensos y aumentos sin tan siquiera pedirlos.

Sin embargo, nada de esto le hizo feliz. Cuántos más amigos hacía, más tenía la sensación de estar mintiéndoles. Mentía a sus jefes y a sus subordinados, a su familia, a la policía y a la ley. Cualquiera que le viera por la calle, veía una patraña.

No volvió a tener pareja; ya sabía lo que era mentir a alguien a quien quería, y no quería tener que hacerlo durante el resto de su vida.

Pero al menos había vuelto a estar seguro de su futuro. Seguiría empleado en el mismo lugar, hasta que hubiera ahorrado lo suficiente para jubilarse. En algún momento su secreto le jugaría una mala pasada, y le harían las pruebas de magia, con lo que todo lo que tenía desaparecería. Hasta ese momento, todo lo que podía hacer era tener cuidado, y seguir esperando.

-Mire, me da igual quién sea, pero Pepe no tiene nada que ver aquí,. ¡Lárguese!

-¡Pero qué haces! ¡Ábreme, joder!

Fué al aporrear con violencia la puerta de su amigo cuando se fijó en las manos. Estaban mucho más sucias de lo habitual, como si...

Buscó un charco suficientemente grande para verse reflejado, y sus peores temores se hicieron realidad. El hombre que le miraba con terror desde el otro lado no era Pepe Martínez, alias "el Tunante". Intentó lavarse, rascarse hasta que se hizo sangre, pero no cambió nada.

Entonces recordó el sueño. No había pensado en él desde que los berridos de su novia echándole de su propia casa le habían despertado, y su mejor amigo ni siquiera le había reconocido. Pero si no se equivocaba, al final del sueño algo parecido le había pasado, le picaba la piel, se la había mirado y... era tan difícil recordarlo, pero aún había detalles... los jueces... la piel... el maletín... el fuego... ¿un incendio? ¿Qué había dicho el cura? El incendio de la calle...

La calle Rosario no estaba lejos. No dejó de correr hasta que vió la columna de humo. ¿Era posible? ¿No lo había soñado todo? Parecía que no. En efecto, había habido un incendio allí, y se había llevado por delante tres bloques antes de que pudieran apagarlo. La policía y las ambulancias ya estaban por todas partes, y uno de los bloques se había derrumbado, pero nada de esto le llamó la atención cuando vió a un pavo andando por el otro lado de la calle.

Por algún motivo le sonaba la cara, pero la memoria le fallaba, debía de ser por el sueño, pero ya casi lo había olvidado... ¿quién era?

Lo recordó de repente: ¡el maletín! Debía de ser suyo, pero eso quería decir que... quizás él le reconociera.

-¡Eh! ¡Eh, tú, pérate un momento, por Dios!

Su error fué echar a correr. Consiguió que el hombre se diera la vuelta, pero su mirada se fijó en el policía que tenía detrás.

-¡Cago en la...!

El policía le puso la zancadilla y no pudo reaccionar a tiempo. Cuando se levantó estaba atrapado. Había dos polis sujetándole, y llegaban cada vez más.

-¡Suéltame, joder! ¡Yo no he hecho na, sólo quería decirle al tío ese que...!

Pero el del maletín ya se había largado. Mierda, pensó, ¿qué podía decirle al policía? ¿Que le habían detenido y le habían metido en un horno por culpa del incendio hasta que se había tostado como una pasa?

-Papeles, por favor.

-Sí, sí.

En realidad tampoco podía contar eso. Para cuando le tomaran declaración, ya casi no se acordaría del sueño.

-Eh, ¿Pepe Martínez Carrascosa?

-Sí, sí.

-¿Quién es usted y cómo se ha hecho con este DNI?

Al menos esta vez sí reaccionó con rapidez. A uno le dió una patada en los huevos, y al otro un codazo en la tripa, y corrió y corrió sin pensar en adónde iba. No era necesario. Ya no tenía donde ir.

Pedro volvió a cerrar el maletín. El ladrón ni siquiera lo había abierto, estaba como lo había dejado. Igual que la oficina, y la ciudad, y las personas. Todo parecía querer convencerle de que nada había cambiado.

El sol ya se había situado en su lugar habitual en el cielo, y con él habían llegado los demás empleados. No, no todos: como de costumbre, faltaba el estúpido, el retorcido e insolente señor Herón-Santos. Podría llegar quince minutos o media hora tarde como mucho. Si no, es que no se había molestado en ir aquél día.

En efecto, el individuo en cuestión apareció treinta minutos más tarde, sin tan siquiera tratar de disimular. Pedro esperaba una disculpa, quizás un agradecimiento, pero Herón-Santos le dedicó una sonrisa socarrona. Había sido un ingenuo, pensó. A aquél hombre no le importaba lo que hubiera pasado el día anterior, ni lo que pudiera pasar al día siguiente. En los ojos oscuros de Herón-Santos sólo había indiferencia, suficiencia, y una pizca de desprecio.

¿Cuántas veces había evitado esa mirada? ¿Y por qué no lo había hecho esta vez? Algo había desaparecido de su mente, y sólo ahora que no estaba había reparado en su existencia.

Pensó en todos los años que había pasado así, y sintió la rabia subirle a la cabeza, como el vapor en una olla cerrada, sin lugar por donde salir, calentándose y creciendo sin parar. Esta vez no la contuvo, y siguió hinchándose, deformando las paredes, cada vez más, hasta que ¡Pum!

Pedro no se movió. Contó mentalmente hasta diez. Luego hasta veinte. Miró a su alrededor con discreción. No había pasado nada. Idiota, pensó, qué querías que pasara.

Y se decidió por fin a hacer lo que debía haber hecho mucho, mucho tiempo atrás.

Herón-Santos se sorprendió cuando se acercó a su mesa, y le preguntó si podían hablar en otro lugar. En la oficina, que carecía de paredes, todos los demás les oirían, pero eso era justamente lo que quería Pedro.

-Es por lo de el informe mensual, ¿verdad?

-Me alegro de que lo recuerde, aunque podría haberlo hecho un poco antes. Pero esa no es para nada la única razón. ¿Sabe cuántas veces se ha retrasado al entregar un informe, o ha dejado de asistir a una reunión por... motivos técnicos?

-Yo...

-En el último mes, señor Santos. Por favor, adivínelo.

-Bueno, no llevo la cuenta de todo.

-Y eso sin mencionar lo poco que aporta a su departamento. ¿O cree que no sé cómo escribe cada cual? ¿Cree que tiene usted algún tipo de privilegio sobre otros empleados? Pues se equivoca, señor Santos, nadie es imprescindible.

Los dos sabían que en la práctica era imposible despedirlo, pero el señor Santos ya no sonreía. Y los demás empleados fingían magistralmente no estar prestando atención.

-Sí, lo ha oído bien. Así que de ahora en adelante, me aseguraré de que nada de esto vuelva a pasar, y si vuelve a pasar, lo compensará con creces. Empezando por el informe de ventas mensual.

Ahora Herón-Santos estaba claramente enfadado.

-¡Vamos, hombre! ¿Sólo por...?

-¡Cállese!- le interrumpió. Esta parte era la más difícil, pero Pedro la ejecutó a la perfección. Santos estaba tan sorprendido que dejó de replicarle. -¡No se trata de un estúpido informe, ni de dos, ni de cien! ¡Ése no es el problema, ni las ausencias, ni sus excusas baratas, ni tampoco el dinero que los clientes pierden con cada error suyo! ¡El problema es usted! ¡Son las personas como usted las que hacen del mundo un lugar peor, propagando el odio y el recelo, y difundiendo mentiras! Pero, a partir de hoy, se acabó. ¡A partir de hoy, somos todos iguales!

Entonces alguien gritó, y todo pasó muy deprisa. Pedro tardó un momento en encontrar el origen del alboroto, y corrió hacia su mesa, olvidándose de todo lo demás. Consiguió salvar el ordenador de las llamas, y se quemó al coger su maletín. Alguien trajo un cubo de agua de los lavabos, y con eso el fuego quedó prácticamente apagado.

Recordaba haber visto a unas cuantas personas explicándole al jefe cómo las llamas habían aparecido de un momento a otro. Algunas otras se habían acercado a él para preguntarle si estaba bien. Pero la mayoría miraba al señor Herón-Santos, mientras los de seguridad se lo llevaban. Sus ojos no habían cambiado de color, pero en ellos sólo había odio, el mismo odio rojo que en los ojos de Juaquines.

Curiosamente, por fuera Pedro y él eran muy parecidos. Ambos eran blancos, con la voz profunda y la mirada oscura, el porte erguido y alto y más contenido del estrictamente necesario. Pero por dentro eran completamente distintos. Uno había llegado hasta allí sin proponérselo, pensando que aquél era el lugar que le correspondía. Otro, en cambio, sabía que a nadie le corresponde nada.

Pedro buscó en los cajones, por si algo de lo que contenían había quedado intacto, y, con mucha cautela, se guardó en la manga los restos de la caja de cerillas que había usado como temporizador. Si la memoria no le fallaba, el combustible no dejaría ningún rastro en la madera. Pero, por supuesto, nadie lo buscaría. Había sido obra de los magos.

FIN